La persona influenciable suele buscar aprobación como quien busca aire: contradecir pesa, discrepar quema, y amoldarse se siente como un refugio rápido contra el rechazo. A esa necesidad se suma, muchas veces, la inseguridad para decidir: tomar el timón agota, así que la tentación de “seguir la corriente” se presenta como descanso. Y cuando la mente está saturada o el ánimo bajo, cuestionar lo que se escucha parece un lujo imposible. Hay quienes, además, poseen una especial facilidad para aceptar lo que viene de figuras de autoridad o de un grupo cercano; como si el simple tono de voz ajeno bastara para convertirse en verdad.
No podemos olvidar, sin embargo, que el contexto social es una maquinaria que moldea más de lo que imaginamos. Familias que premian la obediencia por encima de la autonomía, escuelas que producen más repetidores de consignas que pensadores críticos, culturas donde el “qué dirán” pesa más que la conciencia propia. Y, como toque contemporáneo, redes sociales que repiten mensajes hasta que nuestro cerebro, crédulo como un niño, confunde repetición con certeza. Ver algo diez veces equivale, casi automáticamente, a creerlo probable.
Ser influenciable, curiosamente, no es solo un defecto: también ha tenido sus ventajas. Evolutivamente nos salvó de cometer errores fatales, nos enseñó a aprender de los otros y facilitó la cooperación. El problema es que esa misma inclinación a seguir al grupo, que alguna vez nos protegió del veneno de una planta o de un depredador, hoy puede llevarnos sin freno al precipicio de la manipulación. El rebaño protege, sí, pero también arrastra.
Las señales de que alguien vive demasiado influenciado son sutiles pero claras: cambiar de opinión según la compañía, tomar decisiones vitales basándose únicamente en consejos ajenos, temer al conflicto como si fuera una catástrofe, o llegar a la noche con la amarga sensación de haber actuado todo el día como personaje secundario en la vida de otros. Sin embargo, recuperar la autonomía no requiere gestos heroicos: basta empezar con actos mínimos. Respirar antes de aceptar una propuesta, pedir razones en vez de conformarse con frases vacías, ejercitar la duda productiva sin caer en el cinismo, elegir conscientemente lo que se come, se viste o se lee. Incluso entrenar el “no” en asuntos irrelevantes para ganar fuerza en los realmente importantes. Y, sobre todo, abrir las ventanas informativas: escuchar voces diversas en lugar de permanecer encerrados en burbujas digitales que repiten nuestro propio eco.
Al final, ser influenciable no define a una persona en su totalidad: es apenas una pieza de su rompecabezas. La cuestión está en reconocer cuándo conviene seguir al grupo y cuándo conviene desafiarlo, aunque eso implique quedarse solo por un momento. Porque la verdadera autonomía no consiste en blindarse contra cualquier influencia —eso sería inhumano—, sino en la capacidad de elegir con plena conciencia qué huellas dejamos entrar en nuestra vida. Y ahí radica la paradoja: solo quien se atreve a escuchar al otro sin rendirse a él, logra ser realmente libre.
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