He pasado años siguiendo el rastro de lo que llaman industria del bienestar como para no reconocer el truco. Nos han vendido la idea de que si sentimos ansiedad o tristeza es porque algo falla en nosotros: falta de resiliencia, de pensamiento positivo, de gratitud. Y mientras nos convencen de que todo se resuelve con disciplina personal, los problemas de fondo —precariedad laboral, desigualdad, erosión de la vida comunitaria— siguen intactos, incluso se benefician de nuestro silencio.
La felicidad se ha vuelto un producto más en el mercado. Lo que antes surgía de un lazo sólido, del ocio compartido o de un propósito vital, ahora se compra en forma de aplicaciones de meditación, libros que prometen plenitud en diez pasos o retiros de yoga de fin de semana. Se nos impone la obligación de estar bien y, peor aún, de demostrarlo. No es casualidad: detrás de esta cultura de la felicidad obligatoria hay corporaciones que han descubierto un negocio multimillonario en nuestras emociones. Y sin embargo, no hay suscripción premium que pague las facturas, ni mantra que sustituya a un contrato estable.
Lo que está clarísimo es que las presiones socioeconómicas persistentes son un riesgo real para la salud mental. La precariedad laboral está directamente ligada a la depresión, el agotamiento y la ansiedad. En España, casi la mitad de quienes trabajan lo hacen en condiciones precarias, atrapados en la inseguridad y los salarios bajos. La ONU ha señalado que vivimos una “crisis de salud mental oculta”, alimentada por un modelo económico obsesionado con la productividad. El sistema nos empuja al burnout, y luego el mercado del bienestar nos ofrece soluciones individuales para un problema colectivo. Nos piden gestionar el estrés, pero no garantizan empleos dignos. Nos animan a practicar la gratitud, mientras la incertidumbre se convierte en norma. En resumen, te crean el problema y luego te venden la solución.
A este malestar se suma otra epidemia silenciosa: la soledad. La ciencia muestra que el aislamiento social es devastador para la salud. Sentirse parte de una comunidad da sentido, apoyo y protección. Pero el sistema actual fomenta el individualismo y la competencia, nos deja sin tiempo ni energía para sostener relaciones significativas. Y cuando la soledad nos pesa, el mercado responde con más productos: plataformas de conexión, coaches personales, experiencias “auténticas” que, al final, son otra transacción más.
Todo esto nos conduce a una pregunta incómoda: ¿de verdad el problema está en nosotros? Quizás no falte resiliencia, sino justicia social. Quizás la salida no sea optimizarnos para encajar en un engranaje que nos desgasta, sino exigir un cambio radical: trabajos dignos, salarios justos, estabilidad, tiempo para vivir; comunidades fuertes que devuelvan sentido y pertenencia; salud mental como derecho básico, no como lujo de mercado.
La próxima vez que la ansiedad empuje a descargar la última aplicación de mindfulness, convendría detenerse un segundo. Tal vez la respuesta no esté en el teléfono, sino en las calles, en los lugares de trabajo, en el acto colectivo de reclamar lo que nos corresponde. La verdadera revolución del bienestar no será individual.
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