El mediocre tiene un superpoder: no incomoda. No provoca preguntas difíciles, no señala las grietas, no propone soluciones que requieran sudor. En la jerarquía social, eso es oro puro: es la garantía de que todo seguirá igual. El talento, en cambio, es incómodo como un espejo bajo una luz cruda: muestra lo que hay, sin maquillaje. Y a nadie le gusta ver sus propias arrugas morales.
De Nerón a la sala de juntas
No es casual que emperadores romanos premiaran a cortesanos aduladores mientras desterraban a poetas demasiado lúcidos. Cambia el mármol por paredes de cristal y tendrás la misma dinámica: el que señala un error se convierte en problema; el que sonríe y asiente recibe un ascenso. Es la misma lógica que prefiere una orquesta de aplausos a una sola voz discordante… aunque esa voz tenga la melodía correcta.
El precio invisible
Promocionar a un mediocre es como poner a un piloto que confunde el norte con el este a dirigir el timón: no se nota el error al principio, pero con el tiempo, la deriva es inevitable. Mientras tanto, el talento, relegado a puestos irrelevantes, se oxida como una espada guardada en un sótano. La organización sobrevive, sí, pero avanza con la torpeza de un barco que rema en círculos.
La paradoja
La ironía es que, a largo plazo, los mediocres necesitan al talento para tener algo que imitar, así como un eco necesita una voz para existir. Pero en su celo por mantener el control, acaban apagando las fuentes originales. El resultado: un ecosistema de copias pálidas, donde nadie recuerda ya cómo sonaba la primera nota.
Quizás la pregunta no sea cómo evitar que los mediocres asciendan —eso sería como pedir que el mar no tenga olas—, sino cómo crear espacios donde el talento no tenga que pedir permiso para respirar. Porque si no, seguiremos construyendo templos a la conformidad, mientras enterramos, uno por uno, a los verdaderos arquitectos del futuro.
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