Claro que la ciencia por sí sola no basta. Nos dice lo que es, pero no lo que debe ser. Ahí entra la conciencia. Es lo que convierte los datos en responsabilidad. Es lo que nos obliga a preguntarnos para qué usamos los descubrimientos y a quién benefician. La ciencia nos da la capacidad de manipular genes o crear inteligencia artificial; la conciencia nos recuerda que esas herramientas pueden servir para curar o para controlar. No tenerla sería como construir una nave espacial sin piloto: poderosa, sí, pero sin dirección.
El tercer pilar es el que más falta nos hace: el coraje. Porque ya sabemos lo suficiente y tenemos motivos de sobra para actuar. Lo difícil es hacerlo cuando el costo político, económico o personal parece demasiado alto. Falta coraje en los gobiernos que postergan medidas contra el cambio climático. Falta coraje en las empresas que siguen apostando por lo inmediato aunque arruinen el futuro. Y falta coraje también en nosotros, cuando preferimos callar antes que incomodar. Sin esa valentía, todo lo demás se queda en buenas intenciones.
La fórmula, entonces, no es complicada, aunque sí exigente: ciencia para entender, conciencia para orientar, coraje para actuar. Tres piezas que deben ir juntas o no sirven. Sin ciencia, caemos en superstición. Sin conciencia, en cinismo. Sin coraje, en inercia. Y la inercia, en este siglo, equivale a retroceder.
El futuro no lo escribirá un grupo selecto, sino la suma de nuestras elecciones diarias. Desde lo que consumimos hasta cómo votamos, desde la información que compartimos hasta la forma en que tratamos al otro. Cada gesto es una pequeña contribución a ese trípode que sostiene lo que viene. No hay manual secreto ni atajo salvador: solo la decisión, repetida muchas veces, de apostar por lo que es cierto, lo que es justo y lo que es valiente.
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