La respuesta no siempre está en los votos, sino en las redes que no se ven. Las redes clientelares.
Pero, ¿Qué son exactamente y cómo se construyen?
El favor como moneda de cambio
Una red clientelar se basa en una lógica simple, pero poderosa: yo te doy algo, tú me das tu apoyo. Puede ser un contrato público, un puesto de trabajo, una subvención o simplemente una promesa creíble de que “algo caerá” si se está del lado correcto. En muchas ocasiones, estas relaciones se tejen en lo local: alcaldías, diputaciones, asociaciones que dependen de fondos públicos.
Así, el partido se convierte en un proveedor de favores. Y quienes reciben el beneficio se convierten en votantes cautivos, no necesariamente por convicción, sino por necesidad o conveniencia.
No se trata solo de corrupción en sentido estricto, sino de una cultura política que confunde lo público con lo personal y en la que la fidelidad se premia.
El poder de lo invisible
Estas redes rara vez se ven desde fuera. No están en los programas electorales ni en los discursos. Están en los cafés entre bastidores, en los concursos “a medida”, en los nombramientos “por confianza”. Lo más inquietante es que muchas veces estas prácticas están legalizadas o disfrazadas de normalidad institucional.
Y cuando alguien intenta desmontarlas, se enfrenta no solo al partido beneficiado, sino a toda la estructura informal que depende de él: familiares, amigos, colaboradores, asociaciones, empresas.
¿Quién los vota?
A menudo, nadie fuera de ese circuito cerrado. Pero ese “nadie” es suficiente para mantenerse. Porque en elecciones con baja participación, una minoría movilizada puede tener un peso desproporcionado. Y porque el sistema de financiación de partidos permite que, aunque su base social sea mínima, sigan recibiendo recursos si mantienen representación.
Además, muchos de estos partidos no viven de convencer a la mayoría, sino de asegurarse una posición estratégica en el tablero: una concejalía que permita pactos, una diputación que controle fondos, un escaño que asegure visibilidad.
¿Y por qué no se rompen?
Porque el sistema lo permite. Porque no siempre hay voluntad real de cambiarlo. Y porque muchas veces, incluso los partidos “renovadores” terminan reproduciendo las mismas dinámicas una vez alcanzan el poder.
También porque el clientelismo es eficaz: resuelve problemas individuales, aunque perpetúe problemas colectivos. El ciudadano que consigue un contrato gracias al partido no piensa necesariamente en el impacto global. Piensa en su estabilidad personal. Y es comprensible.
La madurez democrática y la vigilancia ciudadana
Desde la madurez, deberíamos aspirar a una política más limpia, más transparente, más orientada al bien común que al beneficio de unos pocos.
Eso implica instituciones más blindadas frente al clientelismo, pero también ciudadanía más despierta, menos dispuesta a callar por un favor, más interesada en lo colectivo. Significa dejar de normalizar lo que sabemos que está mal, aunque a veces nos beneficie.
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