Me molesta cuando veo a alguien conformándose con lo mínimo, arrastrando los pies, justificando su apatía con excusas baratas. "Es que así estoy bien", dicen. Pero no lo están. La mediocridad no solo los consume a ellos, sino que también afecta a quienes los rodean. Porque la verdad es que la mediocridad se contagia. Es como una enfermedad que te invita a bajar tus estándares, a aceptar lo mundano, a pensar que está bien ser menos de lo que podrías ser. Y no, no está bien.
No soporto a la gente que vive sin aspiraciones, que no se cuestiona, que no se atreve a salir de su zona de confort. La vida es demasiado corta, demasiado valiosa, para desperdiciarla siendo mediocre. Y no hablo de ser perfecto, porque nadie lo es, pero sí de intentarlo, de querer más, de no quedarse estancado. Me irrita esa pasividad, esa falta de chispa en los ojos, esa comodidad que mata sueños antes de que siquiera nazcan. Porque quienes se conforman no solo dejan de crecer ellos mismos, sino que también le niegan al mundo el regalo de lo que podrían aportar.
No estoy pidiendo que todos seamos genios, visionarios o héroes. Pero lo que sí exijo, al menos para las personas que quiero a mi lado, es esfuerzo, es intención, es ese deseo genuino de mejorar y de dar lo mejor de sí mismos, no porque lo exija el mundo, sino porque lo merecen ellos mismos. Porque la mediocridad no debería ser una opción. La excelencia no es un lujo, es una forma de honrar nuestra existencia. Y cuando veo a alguien que simplemente no lo entiende, no puedo evitar sentir rabia, una rabia que nace de saber que están eligiendo menos, cuando podrían tener mucho más.
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