En ocasiones, me pregunto por qué, como sociedad, preferimos mirar hacia otro lado ante temas tan urgentes como el suicidio.
El estigma no solo afecta a quienes luchan con su salud mental, sino que también limita nuestra capacidad como comunidad para brindar apoyo. España, con una tasa de suicidio de 8 por cada 100.000 habitantes, se encuentra por debajo de países como Estados Unidos, con 14, o Japón, con 16-18. Aunque las cifras nacionales son relativamente bajas en comparación con otras regiones, el suicidio es una de las principales causas de muerte en España.
Detrás de cada estadística hay una historia: una vida llena de sueños, de luchas, de momentos felices y tristes. Tal vez porque enfrentar el suicidio significa aceptar que podemos fallar como sociedad, que no siempre estamos ahí para quienes más lo necesitan. Pero evitar el tema no lo hace desaparecer; solo profundiza las heridas.
Es muy difícil imaginar lo que pasa por la mente de alguien en sus momentos más oscuros. Sin embargo, los datos son claros: los hombres representan un porcentaje significativamente mayor en estos casos, especialmente aquellos mayores de 45 años, mientras que los adolescentes y jóvenes están emergiendo como un grupo de riesgo a nivel global. En países como Finlandia o Corea del Sur, donde las tasas de suicidio superan los 20 por cada 100.000 habitantes, la lucha es aún más ardua. Pero incluso en España, donde las cifras son relativamente menores, 61 niños y adolescentes perdieron la vida por este motivo y aún, sabiendo que este problema ya surge en la infancia al no poner freno, el suicidio es la cuarta causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años. Algo estamos haciendo muy mal.
El suicidio no es solo un problema de salud mental. Es un reflejo de nuestras prioridades, de cómo tratamos el sufrimiento humano, de cómo valoramos a los demás. Quizás la pregunta más importante no sea por qué ocultamos este problema, sino cómo podemos atrevernos a enfrentarlo juntos. En los últimos años, se han dado pasos positivos, como las estrategias de prevención nacional y la labor incansable de organizaciones como Aidatu o Teléfono de la Esperanza. Pero la clave está en la empatía, en el compromiso de escuchar sin juzgar y de ofrecer apoyo en lugar de críticas.
Es una lucha difícil, pero no imposible. Y en esa lucha, cada voz cuenta. Las cifras son un recordatorio de que detrás de cada dato hay una persona, una vida que merece ser valorada y protegida. No debemos dejar que el silencio sea la única respuesta. El momento de actuar es ahora.
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