Hay emociones que no se notan al principio, pero con el tiempo desgastan más que el trabajo o el insomnio. El rencor es una de ellas. No hace escándalo, pero se instala con comodidad y va ocupando espacio. Afecta cómo pensamos, cómo nos relacionamos y, sobre todo, cómo nos sentimos con nosotros mismos. Y sí, por si quedaban dudas, vivir con rencor pasa factura. Siempre.
¿Qué es exactamente el rencor?
No es simplemente estar enojado. El rencor es algo más persistente: una mezcla de enojo acumulado, decepción no resuelta y ganas de no soltar el tema. Es como arrastrar una maleta llena de cosas que ya no sirven, pero que por alguna razón no tiramos. Y cuanto más tiempo la cargamos, más pesa
La trampa de creer que el rencor castiga al otro
Uno de los motivos por los que muchas personas no sueltan el rencor es la creencia —bastante ingenua, por cierto— de que mantener vivo el resentimiento es una forma de castigar al otro. Como si no perdonar fuera una especie de justicia personal. Pero la mayoría de las veces, la persona que nos dañó ni siquiera está al tanto del malestar que seguimos sintiendo. Mientras uno sigue atrapado reviviendo la escena, el otro probablemente está ocupadísimo... en cualquier otra cosa.